
Ya en casa, abrieron el relicario. Una diminuta pulsera de hospital cayó en la mano de Mia, con dos nombres impresos: el suyo y el del niño que había donado su osito de peluche a la unidad neonatal aquella semana. Una pequeña foto mostraba a un niño pequeño acercando la mano al bebé envuelto en la manta.
Miraron más de cerca. El niño era Evan, con mejillas redondas y ojos brillantes, vistiendo la misma camiseta con un osito bordado. La última carta lo explicaba todo. Sus madres se habían conocido en una noche de miedo y esperanza, y prometieron cuidar de ambos niños hasta que el amor los reuniera. La frase final de la abuela lo resumía todo: “Os conocisteis antes de saber hablar. Solo atamos la cinta para que el mundo os alcanzara”.
