
Todo comenzó como un simple proyecto de fin de semana. Daniel Moore, un ingeniero de 36 años de Portland, por fin se decidió a reformar el sótano de su casa después de años posponiéndolo. La vivienda, construida en los años cuarenta, tenía una inquietante quietud bajo el suelo. El sótano era frío, húmedo y extrañamente silencioso, como si contuviera la respiración. Decidido a poner orden de una vez por todas, Daniel bajó temprano un sábado con su café, unos guantes de trabajo y una lámpara portátil. No tenía ni idea de lo que estaba a punto de descubrir.
Mientras retiraba cajas viejas y muebles rotos, Daniel notó algo extraño detrás de una estantería metálica. En la pared de hormigón se dibujaba una tenue forma rectangular que no coincidía con el resto de la estructura. Intrigado, apartó el polvo y golpeó suavemente. El sonido hueco que respondió le encogió el estómago. No era solo una pared. Ocultaba algo.
Cogió un martillo y un cincel y empezó a picar con cuidado los bordes. Trozos de yeso cayeron al suelo, y pronto apareció una manecilla oxidada, enterrada bajo décadas de pintura. El pulso se le aceleró. “No puede ser”, murmuró. Tiró de la manecilla, pero no se movió. Fuera lo que fuese, llevaba mucho tiempo sellado.
