
El corazón de Laura se hundió. “Espera a que vuelva,” repitió en voz baja, con un nudo en la garganta. La mujer asintió. “Se llama Max. Pertenecía a un hombre llamado Peter. Viajaban juntos en tu autobús cada mañana. Después de que Peter muriera el invierno pasado, el perro simplemente siguió esperando. Cada día, a la misma hora, se sienta en esa parada. Luego vuelve aquí y se queda junto a la puerta, como si aún creyera que su dueño regresará.” A Laura se le llenaron los ojos de lágrimas. Aquella fidelidad, ese amor inquebrantable, la conmovieron hasta lo más profundo. “¿Nadie ha intentado adoptarlo?” preguntó. La mujer suspiró. “Sí, algunos lo han intentado. Pero siempre escapa y vuelve aquí. Este es el último lugar donde vio a su dueño. No quiere irse.”
Laura se agachó junto a la verja, procurando no asustarlo. “Hola, Max,” susurró con ternura. “Eres un buen chico.” El perro giró la cabeza, con los ojos cansados pero dulces. Durante un segundo, movió la cola, como si reconociera algo en su voz. Laura se quedó allí, en silencio, viendo cómo el sol se ocultaba entre los árboles. La luz dorada los envolvía, y cuando por fin se levantó para marcharse, Max dejó escapar un gemido bajo, doloroso. Esa noche, Laura no pudo dormir. Solo veía aquellos ojos tristes, esperando en la parada. A la mañana siguiente, supo que no podía permitir que siguiera esperando solo.
