
Cada mañana, a las 7:15, la conductora de autobús Laura Bennett veía la misma escena. Un perro de color dorado permanecía sentado, paciente, en la parada de la esquina, hiciera sol o lloviera, mirando la carretera como si esperara a alguien. Al principio, Laura pensó que sería un perro callejero más. Pero día tras día, allí seguía, erguido, tranquilo, con la mirada fija en el asfalto. Nunca ladraba ni pedía comida. Solo esperaba. Cuando el autobús se detenía, alzaba las orejas, atento, como buscando un rostro conocido. Luego, cuando subía el último pasajero, agachaba la cabeza y se alejaba despacio por un callejón estrecho. Pronto, los pasajeros también empezaron a fijarse. Algunos sonreían, otros susurraban. Pero nadie preguntaba por qué el perro esperaba allí.
Pasaron las semanas y nada cambió. La misma parada. El mismo perro paciente. Cada mañana, la curiosidad de Laura crecía. Había algo profundamente humano en su manera de esperar: silenciosa, fiel, llena de esperanza. A menudo pensaba en él incluso después de terminar su turno. Una mañana, incapaz de contenerse, se inclinó hacia la ventana abierta del autobús y le susurró: “¿A quién esperas, amigo?” El perro levantó la cabeza, con una mirada serena, casi comprensiva, como si entendiera. En ese instante, Laura decidió que necesitaba descubrir la verdad.
Sigue leyendo en la siguiente página para saber qué ocurrió después!
