
Horas después, Ryan llegó a una estación de guardabosques con el cachorro todavía envuelto en su abrigo. Los guardas corrieron a ayudarlo, lo secaron con toallas y revisaron sus heridas. Cuando Ryan mencionó al oso, uno de ellos abrió mucho los ojos. “Llevamos días siguiendo a una hembra por esta zona”, explicó. “Perdió a sus oseznos en el río la semana pasada. Tal vez pensó que este pequeño era suyo.” Ryan miró por la ventana empañada, con el aliento marcando el cristal. Aquella explicación tenía sentido, pero no le parecía casualidad. Tal vez fue el instinto. Tal vez la compasión. Fuera lo que fuese, aquel oso le había confiado algo precioso.
El cachorro se recuperó rápidamente. Ryan lo llamó Kodi, por las montañas donde se habían encontrado. Desde entonces, no se separaron. Meses más tarde, cuando regresaron a recorrer aquel mismo bosque, Kodi se detenía a veces, con las orejas en alto, mirando hacia los árboles como si sintiera que alguien los observaba. Ryan sonreía y murmuraba: “Gracias, mamá oso.” En aquel lugar salvaje e indómito, había presenciado algo que nunca olvidaría: una prueba de que incluso en el corazón más fiero de la naturaleza, la bondad aún puede existir.
